Ser del Valencia, estar a 6000 kilómetros y vivir confinado

Nuestro amigo Andrés Martín vive una situación casi imposible de explicar, pero se aferra a su valencianismo desde la otra punta del mundo

Redactor Jefe | 15 ABR. 2020 | 08:30
Mestalla

Nací en Valencia, reserva del 69, crecí en la calle Micer Mascó, muy cerquita de lo que por aquel entonces se llamaba Luis Casanova y ahora Mestalla. El domingo que el Valencia jugaba en casa era día especial, día grande. Desde bien pronto se empezaban a montar los puestos. Algunos vendían “productos oficiales” de la época, otros se encargaban de los bocadillos y bebidas y otros de las pipas, altramuces y regaliz de palo. Por la mañana no se veían demasiados aficionados, si acaso alguno del equipo contrario, buscando alguna entrada vendida por los reventas que por allí merodeaban. Pero ya después de comer era cuando empezaba el espectáculo. Postrado en el balcón veía la algarabía de la gente al ir al campo, banderas y bufandas daban color a la procesión que iba ilusionada a ver a su Valencia. Ríos de gente desembocaban en la Avenida de Suecia. El bar Ciudad Real ya existía por aquel entonces.

Dada la proximidad con el campo, muchas veces te imaginabas el partido según escuchabas el rugir de la “la marabunta”. Era oír gol desde el estadio y saltar como un resorte buscando a mi padre que estaba escuchando la radio, para que me confirmase y dijese el goleador. Cuando no oías nada, es que la cosa no pintaba bien y cuando oías muchos pitidos o el famoso burro, burro es que nos habían birlado algún clamoroso penalti. La primera vez que entré en el campo, fue con Damián, era esa época que aún los niños entrábamos gratis cuando ibas con un adulto. Lo recuerdo como si fuese ayer, subimos por la torre circular norte, Damián tenía y aún tiene el pase en anfiteatro. Entrar fue como un sueño, ojiplático, no podía articular palabra. Era más grande de lo que había imaginado. Llegamos a nuestra fila. Yo me senté en la escalera, donde nos sentábamos los” sin entrada”, bien formal, ya que iba de gorra, que no se notase.

Afortunadamente pude ir un par de años con mi padrino futbolístico… De esa primera época recuerdo las revistas que daban al entrar, el marcador simultáneo difícil de descifrar, los cohetes que se tiraban cuando marcaba el Valencia, las sillas de madera y mimbre, los chicles Cheiw, los caramelos Pictolín y el turrón de Viena Meivel. Algo de fútbol recuerdo, pero no mucho. Mi primer pase lo tuve con 10 años, recuerdo las oficinas del VCF en la Avenida de Aragón. Los pases eran de cartón, los porteros te arrancaban una pestañita con el numero de partido y para adentro. Fue la época de Kempes, consagrado tras su éxito en Argentina 78, bien acompañado por jugadores como Sempere, Arias o Subirats. Las dos copas ganadas en Europa fueron mis dos primeros títulos como abonado.

A pesar de que vimos las orejas al lobo y de que Tendillo nos libró en el último suspiro de bajar, con aquel gol histórico frente al Real Madrid, no aprendimos y caímos al pozo de la segunda categoría 3 años después. Para mí fue un palo duro, de los grandes. Gracias a Dios, el paso por el infierno duró poco y solo fue un año. Vaya paseo nos dimos esa temporada. Campo lleno y disfrutando a tope. El día que se consumó el ascenso invasión de campo. Y ahí estaba yo, sobre el césped. En estos días duros por la pandemia que nos azota, las televisiones programaban partidos importantes de la historia del Valencia, me han venido a la mente esos primeros años como aficionado, en los que el valencianismo me entró a chorro para siempre. AMUNT.

Andrés Luis Martín